Por: Mauricio García Villegas
Cuando le oigo decir al senador Carlos Martínez que lo persiguen por ser de raza negra, me pongo a pensar en las complejidades que tiene el racismo en Colombia.
Pienso entonces en lo mucho que se habla de discriminación racial contra los afros y los indígenas y en la cantidad de personas y de organizaciones que luchan para erradicar este tipo de prácticas. No dudo de la importancia que tienen estas luchas y de la necesidad de seguir adelante con ellas; pero me pregunto si son suficientes y si no deberíamos tener en cuenta una discriminación racial más profunda y más extendida: la que se ejerce contra los pobres y a la cual podríamos denominar “racismo de clase”.
Colombia tiene una población con dos rasgos muy notorios: existe mucha desigualdad social y mucha mezcla de razas. El mestizaje trajo consigo una relativa pigmentación de los ricos y una relativa despigmentación de los pobres. La clase alta tiende a ser más blanca y la clase baja tiende a ser más oscura, pero la diferencia racial entre las dos dejó de ser siempre clara y neta.
En estas circunstancias y para poder mantener la brecha entre ricos y pobres, las élites en Colombia diversificaron los mecanismos para excluir a los pobres. El hecho de que en este país las posibilidades de volverse rico sean muy limitadas es ya una garantía de que la clase alta se reproduce a sí misma. Pero esto no es lo único, los mecanismos de discriminación cultural son tan poderosos como los económicos. Entre ellos está, por supuesto, el blanqueamiento de la cultura dominante: la élite siempre ha buscado la manera de aparecer más blanca de lo que realmente es (en la época de la colonia se compraban los certificados de raza blanca) y de mostrar a los pobres más oscuros de lo que realmente son. Pero quizás el mecanismo más poderoso de separación entre ricos y pobres sea el carácter dominante de la cultura de clase alta, asociado, claro, a la élite “blanca”. Esto es a lo que llamo racismo de clase.
El lenguaje, el acento, los gustos, los nombres personales, el vestido, etc., son rasgos culturales que abren o cierran puertas de manera tan drástica como lo hace el dinero o la raza. Estas marcas culturales encadenan a los pobres a sus círculos de pobreza y son casi tan indelebles e irreversibles como el color de la piel.
Las causas de la relativa inmovilidad de las clases sociales en Colombia no sólo deben buscarse en el modelo económico, sino también en la cultura dominante y muy particularmente en el sistema educativo. Se supone que la escuela debe servir para limar esas diferencias culturales y para formar ciudadanos con capacidades básicas similares. En Colombia, sin embargo, la escuela hace justamente lo contrario, ahonda esas diferencias a través de un modelo de apartheid educativo en donde los ricos y los pobres no sólo estudian por su lado, sino los primeros reciben una educación de mejor calidad que los segundos.
Así, pues, el problema en Colombia no es sólo que una gran mayoría (80%) compuesta por blancos y mestizos discrimine a unas pequeñas minorías étnicas (25%); el problema es también que una pequeña minoría (10%) de clase alta (tendencialmente blanca) discrimine a una mayoría (55%) de gente pobre (tendencialmente de piel morena).
La lucha contra estos dos tipos de racismo es parte de la batalla que hay que librar para conseguir una sociedad más incluyente y civilizada. Si no hacemos nada por ello, cada día será más difícil evitar que personas como el senador Martínez y la gente que lo acompaña se metan a la brava en los círculos de poder.Colombia tiene una población con dos rasgos muy notorios: existe mucha desigualdad social y mucha mezcla de razas. El mestizaje trajo consigo una relativa pigmentación de los ricos y una relativa despigmentación de los pobres. La clase alta tiende a ser más blanca y la clase baja tiende a ser más oscura, pero la diferencia racial entre las dos dejó de ser siempre clara y neta.
En estas circunstancias y para poder mantener la brecha entre ricos y pobres, las élites en Colombia diversificaron los mecanismos para excluir a los pobres. El hecho de que en este país las posibilidades de volverse rico sean muy limitadas es ya una garantía de que la clase alta se reproduce a sí misma. Pero esto no es lo único, los mecanismos de discriminación cultural son tan poderosos como los económicos. Entre ellos está, por supuesto, el blanqueamiento de la cultura dominante: la élite siempre ha buscado la manera de aparecer más blanca de lo que realmente es (en la época de la colonia se compraban los certificados de raza blanca) y de mostrar a los pobres más oscuros de lo que realmente son. Pero quizás el mecanismo más poderoso de separación entre ricos y pobres sea el carácter dominante de la cultura de clase alta, asociado, claro, a la élite “blanca”. Esto es a lo que llamo racismo de clase.
El lenguaje, el acento, los gustos, los nombres personales, el vestido, etc., son rasgos culturales que abren o cierran puertas de manera tan drástica como lo hace el dinero o la raza. Estas marcas culturales encadenan a los pobres a sus círculos de pobreza y son casi tan indelebles e irreversibles como el color de la piel.
Las causas de la relativa inmovilidad de las clases sociales en Colombia no sólo deben buscarse en el modelo económico, sino también en la cultura dominante y muy particularmente en el sistema educativo. Se supone que la escuela debe servir para limar esas diferencias culturales y para formar ciudadanos con capacidades básicas similares. En Colombia, sin embargo, la escuela hace justamente lo contrario, ahonda esas diferencias a través de un modelo de apartheid educativo en donde los ricos y los pobres no sólo estudian por su lado, sino los primeros reciben una educación de mejor calidad que los segundos.
Así, pues, el problema en Colombia no es sólo que una gran mayoría (80%) compuesta por blancos y mestizos discrimine a unas pequeñas minorías étnicas (25%); el problema es también que una pequeña minoría (10%) de clase alta (tendencialmente blanca) discrimine a una mayoría (55%) de gente pobre (tendencialmente de piel morena).
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